domingo, 16 de marzo de 2008

Crónicas de Tierra Adentro IV - Mi Pueblo

Verano. 1988.
Me apeé del colectivo mientras abandonaba la modorra del viaje desperezándome lentamente.
Un bostezo se adueñó de mi boca y mis ojos huyeron a su confortable refugio apenas desatendido.
Con no poco esfuerzo encaminé mis pasos rumbo a Saenz Peña s/n, sitio donde vivía mi Tía Emilia.
Emilia Maite, para ser más preciso.

Luego del divorcio, mi padre aceptó vivir con mi tía, quien había enviudado de Humberto, jubilado del FFCC y ganador de varios trofeos de competencias de bochas.

Eran las 4:20hs. A esa hora faltaban un par de horas de precioso sueño para que ella se levantase a cumplir su añeja e ininterrumpida rutina.
Llegué casi a las 4:45hs pero aun juzgué demasiado temprano e injusto para premiar sus esfuerzos con un despertar anticipado.

Así que traspuse la diminuta puerta que, antaño, había retenido a Dicky, el inefable perro mecánico.
Le habían apodado "el mecánico" por la recurrente manía de frotar su lomo contra las partes bajas de los motores de cuanto rodado se estacionara en las inmediaciones de la casa de mi tía. Un día se fue y no regresó. Desde ese entonces la puerta permanecía cerrada en un vano intento de retener su recuerdo y evitar que regresara.

Abrí la puerta del pasillo que conducía al fondo de la casa. Arrojé mi bolso dentro, cerré la puerta con el mayor sigilo que pude y finalmente abandoné la entrada previo cierre de la puertita de entrada.
Me dirigí hacia la esquina, frente a la sastrería y a pocos metros del depósito de la marmolería de Paolucci.

Desde esa esquina había una vista despejada de ambas calles.

Miré buscando un viejo camión Volvo de color rojo gastado y caja verde agua, que mi padre testarudamente conducía para ganar su sustento.

En ausencia del camión concluí que aun estaría en camino de regreso.
Caminé hacia un Dodge Polara color gris plata que estaba estacionado en esa esquina, sobre Saenz Peña, con la trompa apuntando hacia la casa de Emilia.
Muchas veces me había preguntado por qué estacionaba tan lejos de la casa, a unos cincuenta metros de la esquina. Con los años me di cuenta que aquel viejo zorro tenía la costumbre de llegar tarde.

A pesar de nuestras conductas diferentes mi padre y yo teníamos respeto por el sueño de ella.

Abrí la puerta del conductor y recliné el asiento hasta casi convertirlo en cama.
Así volvía al estado que había interrumpido el chofer cuando preguntó en la estación terminal, frente de la estación de servicios de Oriolo: "¿Alguien baja en Alcorta?"

Algunos pájaros habían comenzado sus trinos matutinos.
Un gallo anunciaba el amanecer, a la vuelta de la esquina.
Me recosté y al poco tiempo me entregué al sueño.

Estaba ya dormido cuando un auto se detuvo junto al Polara.
Alguien se bajó y me despertó apuntando su linterna a mis ojos, heridos por la luz.
- ¿Quién es? - Pregunté entre adormilado y sorprendido.
- Policía - Respondió una voz con autoridad.
- ¿Qué pasa? - Pregunté mientras me cubría los ojos para poder ver al hombre detrás de la luz.
- Ah, sos vos, el hijo de José - Concluyó el Policía retirando la linterna.
- Si, soy yo. - Dije ya despierto - ¿Qué pasa?
- Se está levantando tormenta y estamos levantando los vidrios de los coches. - Me Informó el Policía.
Agradecí la gentileza, levanté el vidrio de la ventanilla y me dormí.
En mi Pueblo ésos son Servidores Públicos.

martes, 4 de marzo de 2008

Habitarnos

Cierro las persianas de mis ojos para que tu perfume inunde mi ser.
Aprieto tu cuerpo contra el potro desbocado que salta de mi pecho.
Recorro la costa temblorosa de tus labios, naufrago en tu boca y el ser que habita en ella sale al encuentro de la mía.
Mía como el torbellino pertenece al viento, como las gotas a la lluvia.
Tus manos sedientas rastrean en pos de lo que ansías.
Te deshojo prenda a prenda mientras mis manos hambrientas de tu piel memorizan tus vaivenes.
Danzamos al son de nuestra propia respiración, música de nuestros cuerpos cautivos del deseo.
Saboreo la antesala del refugio que se despliega ante mí.
Suspiras tus bendiciones a mi paso mientras deslizo mis manos para tensar tus cuerdas.
La inevitable conclusión del momento me lleva a escalarte para saciar nuestro mutuo anhelo de habitarnos.
15/06/07

lunes, 3 de marzo de 2008

Arena

Estaré allí mientras se vacía la arena de mi reloj.
He de buscarte con la mirada certera y atenta del cazador que otea presintiendo su presa.
Seré paciente como el remanso que aguarda la llegada de la primavera, irritable y tormentosa...
El polen de mis pensamientos llegará a Tí cual brisa primaveral y te guiará en medio de tus mundos hasta que tu luz me mire y tu calor me abrigue.
Será el regocijo del viento que danza con la lluvia por tu pradera húmeda.
Se mezclarán tu fragancia y mi aliento exaltado mientras la nada de la noche nos engulle...
Oiré tu risa incontenida por el gozo del encuentro.
Mis ojos dirán que eres bella, mi rostro te hablará por mi corazón y sentiré la porcelana de tu piel bajo el manto de tu cabello.
Te esperaré una eternidad.
Estaré sentado en la banca iluminada por el farol de tu sonrisa, en medio de la noche de tus cabellos.
Me miraré en el reflejo de tus ojos y beberé de tu fuente.
Me mirarás al infinito y comprenderás en un diálogo silencioso que por fin no tendrás que decir nada.

Escrito en algún momento de 1996

Llueve

Llueve la cascada de silencio
enredándose en el vacío
de tu ausencia.
El insípido aroma de la nada
rodea el sendero de mis pasos
fríos como la llaga
de tu furia.
Furia incandescente y explosiva.
Furia incontenida, irreflexiva.
Furia que rebota contra todos.
Furia que me baña en tu mirada.
Furia que te quema las entrañas.
Furia que lacera cuando hablas,
Furia que lastima cuando callas.
Quiero que te calles
y comprendas los silencios
Pero arrojas tus palabras
como piedras.
Piedras que obstruyen tu camino.
Piedras que dirigen tu destino.
Piedras que te pesan en la mente,
Piedras que te aislan de la gente.
Piedras que me lanzas por quererte.
Llueven tus silencios sobre mi.
Gritos que ruedan
sobre tus mejillas abrasadas por la furia
Esa furia que derrite las piedras
que acaricio por las noches
cuando duermes.
09:49 a.m. 07/08/2007

domingo, 2 de marzo de 2008

Reparto

Todos estábamos impecables.
Lustrosos.
Hacía dos días que esperábamos ese momento.
Finalmente nos presentamos en un lugar próximo a la salida.
Uno a uno fueron dándonos atributos. Sabíamos que la probabilidad de usarlos era muy baja pero igualmente todos lo intentaríamos.
De más está decir que sabíamos que ésa era nuestra última misión y también la única.
Iríamos todos los presentes y lo harían todos los que nos siguieran, como lo hicieron también todos los que nos precedieron.
Cuando llegó mi turno, me preguntaron:
- ¿Atributos?
Resueltamente dije:
- Belleza, Inteligencia, Soberbia, Arrogancia, Narcisismo, Honestidad, Humor, Perseverancia, Buena Suerte y ponga algo de Simpatía.
- Lo siento. No nos quedan Belleza, Arrogancia, Soberbia, Narcisismo ni Inteligencia. ¿Qué hacemos?
- Y... dame lo que tengas.
Me dio una palmada y me deseó buena suerte.
Y la tuve. Entre millones que dimos el salto, nací.
Y aquí estoy.
Publicado el 4/07/2007

Crónicas de Tierra Adentro III - Gino

Despertó.
Se bajó de la cama y observó la habitación, confundido.
No. Esa habitación no era la suya. Esa cama tampoco.
¿Quién le había vestido con pijama?
La ropa que colgaba del respaldo de la silla era ajena.
Presuroso, abrió la puerta de la habitación y constató que la casa era extraña.
Se dirigió prestamente hacia la puerta de calle y giró el pestillo.
- Santa Madonna! - dijo mientras buscaba algo con qué abrir esa puerta y alcanzar la libertad.
Como al descuido levantó la vista y descubrió el llavero que, infaltable, estaba al lado del marco de la puerta de calle.
Salió y, dando fuertes resoplidos de complacencia, se dirigió hacia... ¿hacia dónde?.
La calle era extrañamente nueva. Las casas también.
Caminó diez o quince minutos tratando de reconocer el lugar.
Sí. Algunas casas le resultaban conocidas.
Allá, la casa de Torchia.
En la esquina, estaba don Tomasewicz (o Tomasevich, como le llamaban todos) quien tomaba un mate
interminablemente.
Qué avejentado ese hombre!.
Una corriente de alegría llenó sus pulmones y le dio fuerzas.
Caminando resueltamente se encaminó hacia la plaza.
Cruzó la calle y se sentó frente de la iglesia.
Era la misma, pero estaba distinta... ¿La habrían pintado?
Luego de ese instante de desorientación, recordó adónde debía ir.
Cruzó la calle hacia la izquierda y avanzó dos cuadras.
Algunas personas desconocidas le saludaron en la calle sonriendo.
Todos conocían su nombre. Pero él no conocía a ninguno de ellos.
Extraño.
Dobló en la esquina y caminó los veinte metros que le alejaban de su destino.
Se sorprendió de ver la casa de Doña Eudosia toda renovada.
Había flores en el jardín y habían cambiado algo en el frente.
Se detuvo frente a una casa y la miró con sorpresa y estupor.
¡Esa no era su casa!
En el lugar se erigía un hermoso chalet de dos pisos y un joven estaba lavando un auto nuevo.
Mientras lo miraba con los ojos desorbitados, el joven se metió dentro de la casa y una señora salió de adentro
secándose las manos con el delantal.
- ¡Gino, qué alegría! ¿vino a visitarnos?
Gino la miró extrañado que esa señora desconocida lo conociera y le llamara por su nombre.
Abrió la boca como para decir algo, pero sólo pudo decir
- La casa...
- Sí. Venga que lo acompaño a su casa.
Le tomó de la mano y, como un chico, obedeció mansamente a esa mujer que parecía saber dónde iban.
Llegaron nuevamente a la casa de donde había salido.
El se resistió y la mujer, con dulzura, insistió en que esperara un momento.
La mujer golpeó la puerta y, cuando ésta se abrió, salió una mujer entrada en años y con aspecto preocupado.
- Gino, me tenías preocupada!
- ¿Quién es usted? - inquirió Gino, indignado.
- Mi Amor, Soy María, tu esposa.
- ¡Pero usted es una vieja y yo soy soltero! - Respondió Gino, visiblemente ofuscado.
- Gino, ésta es su casa. - Confirmó la mujer que le había traído.
La señora agradeció a la mujer que lo había traído y, cumplido este ritual, lo hizo pasar.
Gino sintió cansancio y aceptó la silla que le ofreció la anfitriona.
- ¿Fuiste a dar una vuelta? - Preguntó María.
- No encontré mi casa. - Balbuceó Gino, casi a punto de llorar.
- No te preocupes, estás en casa. - Confirmó María mientras agregaba - Veni, recostate un momento que seguramente
la caminata debe haberte cansado.
Ciertamente. La caminata lo había dejado casi exhausto.
Se recostó nuevamente y aceptó el vaso de leche tibia que le ofreció María.
Lo bebió mientras María le acariciaba el cabello y le miraba con ojos llenos de afecto.
- No comprendo nada - Se quejó Gino.
- Sí. Lo sé.
- Fui donde estaba mi casa y no la encontré! - Dijo Gino con la voz quebrada.
- Es que construyeron otra casa en ese lugar.
- No puede ser! Nací en esa casa! Llevo diecisiete años viviendo ahí!! ¿Cómo pudo pasar eso? ¿Dónde están mis
padres?.
- Toma estas pastillas, te van a hacer bien - invitó la anciana mientras le ofrecía unas pastillas multicolores junto con un
vaso con agua.
- ¿Para qué son?
- Son remedios para lo que te pasa, Gino.
Obedientemente Gino ingirió las pastillas y apuró el contenido del vaso.
María lo hizo recostar con suavidad y se sentó en el borde de la cama, acariciándole con tanta dulzura que Gino sintió
que María era lo más parecido a un ángel.
Y se durmió.
Gino fue el primer hombre que conocí que viajaba en el tiempo. Literalmente.
06:57 p.m. 26/07/2007
Dedicado a la memoria de Gino Montesanto, abuelo de Alicia.

Crónicas de Tierra Adentro II - Julio César

Julio César era el prototipo del malo.
Les pegaba a los más chicos, tiraba del cabello a las nenas, se sentaba junto a Rubén, el mejor alumno, y quitaba los dulces a los más débiles.
En cada cumpleaños había que invitarlo o atenerse a las consecuencias.
Pero invitarlo significaba que reventara los globos con un alfiler, que pinchara a todo el mundo con ése adminículo y metiera sus dedos sucios en la torta del cumpleañero.
Las madres corrían a este pequeño granuja por toda la casa procurando evitar que se metiera en las habitaciones a vaciar los cajones con la ropa almidonada y recién planchada.
Era robusto, más alto que los demás y su vozarrón se escuchaba por todo el patio en los recreos.
Las maestras intentaban, sin éxito alguno, que respetara las diferencias que había con los demás.
Julio César maltrataba a un compañero de su estatura pero más tímido porque era de origen muy humilde. Su casa tenía una cortina de lona por puerta y en invierno sus padres quemaban leña para sobrellevar el frío del campo. Todo porque su piel era blanca y la de su compañero pobre era más morena.
Asi las cosas, cada vez que alguien se interponía en su camino Julio César simplemente resolvía todo a los puñetazos.
¿Quién habría de oponérsele?
Si la Directora de la escuela llamaba a los padres de Julio César, éstos reaccionaban con una verborragia violenta que atemorizaba a las pobres mujeres.
Pasó el tiempo y mi madre nos mudó a mi hermano y a mí de mi pueblo a Catamarca donde vivimos por unos años en casa de mi abuela.
Cuando cumplí 16 regresé al pueblo a visitar a mi padre y al resto de mi familia.
Mi padre era habitué del Club Unión, sitio donde se reune la mayoría de los pueblerinos.
A la vuelta estaba la casa de Julio César.
Después de almorzar nos reunimos con el "loco" Rucci, el "gordo" Catena, Juancito Salvatori y mi padre.
El "gordo" Catena, carnicero, le preguntaba al "loco" si este año no comenzaría a trabajar el campo dada la proximidad de la fecha de siembra (marzo por estas tierras).
El "loco" nos contaba que había prestado una herramienta para labranza y que aun no se la habían devuelto.
- ¿Por qué no se la pedís de vuelta? - Interrogó Catena.
- Porque pide el que no tiene. Y yo tengo - Respondió Rucci.
- Sí, pero necesitás trabajar el campo ahora o te vas a perder esta siembra.
- El vino a pedirla. El debe venir a devolverla. - Contestó el "loco".
Y no dejaba de tener razón.
Conversábamos animadamente sobre el tema cuando pasó un camión de gran porte (un Scania último modelo) con acoplado y todo.
- Eh!, ¿de quién es ese tremendo equipo? - Pregunté con admiración.
- De tu amigo, Julio César. - Me contestó Rucci.
- ¿De Julio César? - pregunté con incredulidad.
- Sí. ¿De qué te asombras? - Inquirió Catena.
- De nada. - Contesté mientras pensaba en que aquel bruto había progresado enormemente a fuerza de trabajo mientras yo todavía estaba en la escuela pensando en ir a la universidad.
Hace unos años regresé al pueblo en ocasión del fallecimiento de mi tío Mario, cofundador de la Central Alcorta, empresa de transportes de pasajeros.
Volví al Club Unión con mi padre y mientras él paladeaba su Cognac Napoleón, yo fumaba leyendo el diario.
Pasó un Scania flamante.
- ¿Julio César? - Pregunté a mi padre señalando al camión.
- No. La hermana. A Julio César lo encarcelaron porque era pirata del asfalto.

Crónicas de Tierra Adentro I - Moto.

Calor. El sol de la tarde invitaba a dormir la siesta.
Amodorrado en su uniforme ya empapado por el sudor el policía custodia ba la puerta de la entrada principal de la Estación Central de la Policía Provincial.
Tenía los ojos entrecerrados por el sueño, el sopor y el blanco resplandor de las casas que herían su vista reflejando los quemantes mensajeros de Febo.
La cinta de asfalto dibujaba tenues espejismos al mirar montaña arriba.
Un joven pasó y saludó con familiaridad al guardia.
Llevaba un recipiente plástico con agua adentro.
Se acercó a una de las motos.
La rodeó contemplando su integridad.
El guardia se inquietó en su puesto.
Le prestó atención.
De uno de sus bolsillos el joven extrajo una franela a la cual mojó con el agua que traía.
Frotó con ella las partes más expuestas.
Exclamó una maldición, referente a la temperatura.
Colocó la franela sobre el asiento y comenzó la rutina del encendido.
El motor renegó e insistió en no arrancar.
El guardia cruzó los brazos y observó cada movimiento del joven.
Una camioneta pasó por la calle y se detuvo junto al joven.
- ¡Ya te dije que arrojaras esa porquería al Río Del Valle! - Comentó riendo el conductor de la camioneta.
El guardia rió con el comentario.
El joven lo miró con cara de pocos amigos y replicó:
- Tu mecánico me dijo que la había reparado.
- Eso te pasa por confiar en tus amigos - dijo sonriendo el conductor, quien se apeó del vehículo no sin antes saludar al guardia alzando la mano.
El guardia respondió al saludo con una inclinación de cabeza.
- ¡Voy a tirársela por la cabeza! - Exclamó el joven con bronca.
- ¿Vas a ir ahora? - Preguntó el conductor.
- ¡Claro! ¿Cuando, si no?
Ambos jóvenes intentaron subir la moto a la parte posterior de la camioneta pero ésta era muy pesada para el que estaba abajo.
Probaron varias formas pero no conseguían subirla.
- ¡Jefe! ¿Nos da una mano? - Pidieron al guardia.
- ¡Claro! - Respondió solícito.
Y se fueron.
Media hora más tarde llegó un hombre con un par de alforjas cargadas con sus avíos.
Se detuvo junto a las motos estacionadas.
Recorrió con la vista cada una del medio centenar de motos que dormían su siesta en la calle, a 45º.
- ¡Me robaron la moto! - Exclamó el hombre con desesperación.
- ¿Cómo era su moto? - Preguntó inquieto el guardia.
- Roja, con asiento de cuero legítimo, con la Virgen del Valle pintada a fuego en el tanque de combustible!! - Dijo el hombre con la voz quebrada.
- ¡¡¡Y encima yo les ayudé a subirla!!! - Comentó el guardia.

Nota: Ocurrido en San Fernando del Valle de Catamarca. Fines de la década del '60.

Hoja de Vida - Número ganador

Noche. La niebla cubría todo el barrio de San Telmo o ... casi todo.
Sólo distinguía las casas que estaban a menos de diez metros de mí.
Caminé como flotando en la nada.
He visto nieblas espesas, pero como ésta, pocas veces.

En una esquina apareció Georgina, la secretaria de Pilar. La semana anterior había tenido una discusión con esa mujer. Me sentí ofuscado pues no tenía ningún deseo de hablar con ella, pero la vida es así. Increíblemente, me saludó con una amplia y beatífica sonrisa. Me sorprendí devolviendo la sonrisa y su saludo como si nada hubiese ocurrido.
Charlamos un momento y ¡hasta me disculpé!.
Georgina se perdió entre la bruma.
Apareció “La Polaca”. ¡cómo me gustaba la rubia esa!.
Pasó apurada a mi lado. Casi ni me miró. Como siempre. ¡Pero qué linda estaba!.
La seguí con la mirada. Con gusto la hubiera acompañado hasta el mismo infierno.
Continué caminando como al principio, pero esta vez flotaba enamorado.
Había estado leyendo un periódico de los Veteranos y repasé mentalmente la lista de aquellos muchachos que ya no volveré a ver.

La niebla abandonó una esquina y así fue que lo ví al llegar bajo el farol. Vestía el uniforme blanco de fajina. Gorro, cuello, chaqueta y pantalones blancos. Sólo sus zapatos eran negros.
¡Cabo! ¿Qué hace aquí?
(sonriendo) ¡José, qué sorpresa! ¿Cómo te va?
Pero... ¡Usted está muerto! ¡No puede ser!
Pero ¿cómo voy a estar muerto, si estoy aquí?
Yo leí su nombre en la lista de muertos del Crucero Belgrano.
¡Pero qué cosas decís, José! ¿No ves que estoy aquí, charlando con vos?
No pude resistirlo. Era demasiado fuerte para mí. Desperté traspirando.
Al llegar a la oficina corrí a contarle a Carlitos, el agenciero, aquel sueño extraño.
Jugale al cuarenta y ocho, Pibe, sentenció. “El muerto que habla”. Re-clarito.
Discutimos un rato sobre el contenido del sueño, la guerra y las cosas de la vida.
Al final de nuestra charla, hurgué en mis bolsillos y extendí un billete arrugado sobre la mesa. Entonces será eso nomás. El muerto que habla. Todo a la cabeza.

El resto del día transcurrió con normalidad. Georgina y yo seguimos discutiendo por banalidades administrativas, con algunas interrupciones esporádicas como, por ejemplo, el paso de “La Polaca”.
Esa tarde fui a casa, preparé mis cosas y al llegar la noche asistí a clases.
Al otro día busqué en el diario el sorteo de la quiniela. Nada, el cuarenta y ocho no salió ni a los premios. Volvimos a charlar con Carlitos sobre el sueño, buscando algún otro mensaje oculto entre las palabras de mi amigo. Nada.
Ahí fue que Carlitos tomó el diario y, dándose una sonora palmada en la frente, exclamó:
¡Qué estúpidos! ¡estaba re-clarito!.
¿De qué estás hablando, Carlitos?
Fijate qué número salió a la cabeza.
El doce. Le dije sin entender.
Ahí lo tenés. Clarito. Fijate en la “Tabla del significado de los sueños”.
Y era cierto. Totalmente evidente. Al lado del número doce, se leía claramente: “Soldado”.

Nota: Este cuento no es fantasía. Está basado en hechos y personajes reales.

Dedicado a la memoria del Cabo 2° de la Armada de la República Argentina, Raúl Florice, fallecido en el hundimiento del Crucero A.R.A. Gral. Belgrano durante el conflicto con Inglaterra por las islas Malvinas, en 1982.
Escrito en 1999

Hoja de Vida - Pedido Inespecífico

Un día levanté mi rostro al cielo y pedí al Señor:
"Si de veras me amas, déjame vivir rodeado de mujeres".
Y así fue.
Tengo tres hermosas hijas:
Leticia Hebe, Daniela Sofía y Julieta Grisel.
Luego de ellas no hubo nadie más.
Recordé mi pedido y reclamé:
- ¡Esto no es lo que te había pedido!
- Pediste mujeres, ¿verdad? - Me respondió su Voz.
- Si, claro.
- Entonces no te fallé. (Creo que lo vi sonreir.)
Ahí fue cuando recordé el viejo aforismo:
"Cuidado con lo que pides. Puede que se te conceda".
Invierno de 2005

Nota: El dia 02/Mayo/2009 a las 7:40hs perdí a Julieta Grisel.