domingo, 27 de septiembre de 2009

Hoja de vida - Atractivo

Mis tía y prima habían venido de viaje a Buenos Aires y decidí hacerles una visita.

Me vestí como para ir a un casamiento. En aquellos entonces tenía 22 años y mi prima, 19.
Durante un par de horas me pusieron al tanto de sus planes y novedades familiares.

Me despedí de ellas y crucé Av. Coronel Díaz y luego Av. Santa Fe para así abordar el ómnibus que me llevaría de regreso a casa.

Mientras esperé en la parada percibí que, desde un auto que frenó para doblar por Av.Coronel Díaz, una morocha me miró y sonrió.

Una señora cargada con sus bolsas de compras, también me miró. Cuando se dio cuenta que la observaba, también sonrió.

Subí al ómnibus y el chofer se sonrió al darme el boleto (en aquel tiempo no habían expendedoras de boletos).

Al comienzo estuve preocupado porque pensé que tenía algo mal en mi ropa. En un muchachito elegante cualquier detalle se notaría más.

Me miré en el reflejo devuelto por una ventanilla enfrente mío. Cada vez que pasamos por alguna arboleda, los rayos de sol en mi ropa aliviaron mi curiosidad.

Nada. Pareció que toda mi ropa estaba en orden. “Estaré mal peinado”, pensé.

Una muchacha se sonrió desde su asiento sobre la rueda y me preocupé aun más. Pero, luego de consultar con el reflejo, comprobé que mi peinado tampoco estaba mal. Así que, después de las rigurosas constataciones sobre mi aspecto, decidí que, aquel día, estuve más lindo que nunca.

Armado de confianza, devolví las sonrisas que despertó mi presencia en el ómnibus. Al llegar a mi destino, me acerqué a la puerta de descenso saludado por las sonrisas de quienes abrieron paso a mi elegante humanidad. Toqué el timbre y el chofer, más amable que nunca, se detuvo cerca del cordón.

Al iniciar el descenso de los dos únicos escalones que me separaron de la calle, un súbito presentimiento hizo que decidiera apelar al último recurso narcisista en mi camino: El pulido e inmaculado espejo convexo, usado por el chofer para verificar que no quedaran pasajeros para descender. En él pude aclarar el misterio que rodeó a todas las sonrisas que me acompañaron todo el trayecto.

En un rojo intenso, sobre mi mejilla derecha, estaba estampado el beso de mi prima.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Letras para Gaby

Pasé para dejar mi impronta en la arena de tus playas.
El sol acaricia tus ojos, la brisa te besa en mi nombre
Y sigo sintiéndote en mi pluma.
La maldición de tu lengua escarba en mis letras.
No se va, se mete cada vez más.
Te perfilo en mis escritos.
Te dibujo en el vuelo de mis frases.
Te llevo escondida en un pliegue de mi mente.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Hoja de Vida - Zona Roja

Hace años (1996) mi amigo Daniel y yo tuvimos una oficina en Floresta.
Regresábamos juntos casi siempre a las 21hs por Av. Rivadavia.

A la altura de Boyacá cruzábamos las vías y él tomaba por una calle (ahora contramano) paralela a las vías del FFCC Sarmiento. Hacía 2 o 4 cuadras y luego doblaba para cruzar Av. Avellaneda.

En ese recorrido un día fuimos más tarde (serían las 22.30hs) y me sorprendí con las virtudes de las damas, ofrecidas a los choferes que se animaran a pagar la tarifa.

En aquellos años se habló de la zona roja pero ni idea en dónde quedaba.

Daniel maniobró por Av. Godoy Cruz y redujo la velocidad para que pudiera apreciar "el paisaje".

Desde la calle saludaron unas féminas dignas del set de un estudio de filmación. Con ropas apretadas algunas, diminutas mallas otras. Con tangas y teteras, vestiditos provocativos, tapados arriba (era invierno) y casi nada abajo la mayoría, deslumbraron a quienes miramos la galería de envases como quien mira una góndola en el supermercado.

Ella comenzó a hablar en voz baja y miró a Daniel porque yo ni la escuché. Me dediqué a mirotearla toda. Me concentré en sus muñecas, cuello, mentón, pómulos, cabello, cintura, tobillos, manos, en fin... todo aquello que pudiese delatar su naturaleza masculina.
Ya estaba convencido. Era una mina. Hecha y derecha.

- Ok - dije levantando la mano para que se callara - Pero vos sos nena, ¿verdad?

- No, papito, soy nene y con pitito.

Todavía me acuerdo y me brotan las carcajadas como aquel entonces, cuando Daniel tuvo que poner en marcha el auto porque yo no podia parar de reir.