jueves, 21 de agosto de 2008

Hoja de Vida - Mi relación con las mujeres

Siempre he tenido mala suerte con las chicas.

No sé si se ha tratado de mí, de las circunstancias o de la forma en que he vivido.
Cuando era chico, me gustaba una de las nenas del jardín de niños.

Su nombre es Hebe. Alta, de cabellos castaños, lacios, ojos color cielo.
Hermosa, inteligente, siempre con una sonrisa en sus labios.

No tenía muchos motivos para sonreir, pero siempre lo hacía.
Un día supe que su madre había fallecido siendo ella muy pequeña o cuando ella nació.
No sé. Sólo me enteré que su padre se había hecho cargo de ella. Y vivía cruzando las vías.
Las vías, en mi pueblo, son como una barrera que divide la parte próspera de la que no lo es.
Impensablemente el pueblo se desarrolló hacia el lado donde los pasajeros descendían del tren.
Por lo que la otra parte del pueblo estaba a "espaldas" de la estación.
Y esa era la barrera natural por la que nunca crucé al otro lado para saber dónde vivía.

Cuando yo tenía ocho años nos fuimos del pueblo.

Y volví a verla cuando ella tenía 17, uno más que yo.
Estaba hermosa. Literalmente. Pero tampoco entonces reparó en mí.
Yo ya era más alto que ella, quien me llegaba al hombro.
Me miró un par de veces. Y me mordí las palabras.
Estuve enamorado toda mi niñez y casi toda mi juventud.
Y jamás le dije lo que sentía.

Siempre fui tímido. Tal vez algo retraído.
No sé, es que las chicas preferían estar charlando con las otras chicas o simplemente con otros muchachos.

Nunca pude integrarme a los grupos.
Asi que me encerré en el estudio y la lectura.
Es un buen refugio cuando no se tienen amigos.

Una familia que no tiene un hogar fijo es una familia nómada y así era la vida que acostumbré tener. Nada de amigos, porque siempre uno es nuevo dondequiera que vaya.
A todo el mundo le resultaba fácil integrar un grupo, puesto que todos se conocían desde la infancia.
Pero no era mi caso.
Entonces llegué a la época en que quise relacionarme con las representantes de la femineidad.
No fue tarea fácil.
Abordar a las damas no era muy difícil. Una pregunta alcanzaba para comenzar una conversación.
Pero.... ¿de qué hablar?
Nunca tenía nada qué decir. Y si por alguna razón les decía "qué linda sonrisa"... era motivo suficiente para que volteasen el rostro y me dejasen hablando solo.

Digamos que he sido muy afortunado si considero que con el correr de los años encontré a mi primer novia en un club de ajedrez.
Yo tenía 17 y ella, 16. Una morocha de cabello largo, baja, ojos negros y labios tentadores.

No sé bien cómo fue que comenzamos a conversar. No era mi tipo. Yo buscaba y miraba siempre a las mujeres de ojos claros y cabello oscuro.

Me casé dos veces con mujeres asi. Pero no las buscaba. Me las encontré.
Como a ésta.

Habiamos participado de un torneo de desafío entre los miembros de una fábrica de productos químicos y yo había ganado mi partida por medio de un sacrificio de dama, al mejor estilo de mi ídolo Mikhail Tahl. Ella había estado entre los demás visitantes del club y quienes habían concluido sus partidas. Cuando gané, ella fue una de las primeras personas que me saludó.
Y comenzamos a vernos más seguido.
Finalmente nos veíamos a la salida del trabajo de cada uno y volvíamos juntos al barrio.

Sin darme cuenta había conocido a mi primer novia.

Nos veíamos casi todos los días. Si no pasaba a buscarla por su casa, nos encontrábamos en el club Torre Blanca.
Mi hermano y yo jugabamos ajedrez ahí. Con el tiempo nos convertimos en fiscales de torneo.
Algo natural para quien se conoce todo el reglamento del juego y lo aplica en un club donde nos reuníamos con gente de todo tipo.

Cada tanto se organizaba un torneo y jugábamos casi todos los integrantes del club.
Y en uno de esos tantos torneos, mi hermano y yo éramos fiscales.

Bien, a veces yo faltaba al torneo previo pedir a mi hermano que me cubriese la falta.
Y salía con mi novia.
No haciamos nada fuera de lo que hace una pareja de adolescentes.
Sentarnos en una plaza a besarnos y mirarnos a los ojos, caminar y hablar de lo que se nos cruzase en la mente, besarnos apoyados en el guardabarro de algún auto estacionado...

Justamente en una de esas oportunidades fue que ella me dijo:
- Ay, José, ¡no me aprietes más que estoy toda mojada!
- Disculpame - dije.
Y la llevé a su casa.

Mi madre me vio llegar temprano y me preguntó por mi hermano, quien estaba en el torneo.
Luego, mirándome con ojos inquisidores siguió indagando:
- ¿Y tu novia? ¿no la viste hoy?
- Sí. Pero tuve que llevarla a la casa.
- ¿Por qué?
- Porque me dijo que estaba mojada.

Mi madre me miró a los ojos con esas miradas que sólo las madres tienen. Me abrazó, me dio un beso en la frente mientras repetía:
- Ay, hijo, ay hijo.

Nos sentamos a la mesa y tuve que contarle la situación.
Entonces ella, muy seriamente, me explicó la fisiología de las mujeres. Luego me dio instrucciones sobre cómo se trata a una dama, cómo se le habla, se le acaricia y cómo se le debe considerar: con respeto.

Con los años todos esos consejos me han sido de utilidad.

Pero cada tanto surge mi parte oculta y no puedo evitar sucumbir ante un par de ojos claros.
En ese momento, en medio de mi estupor... digo tonterías, me río de cualquier cosa.
Y por supuesto, echo todo a perder.

Probablemente se trate de la ansiedad, pero más creo que se trata del resplandor de aquel amor.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

escribís muy bien, sacame la merda de la verificación, ya--

Anónimo dijo...

me gusta tu estilo, quizas algun dia llegue la mujer que parece aun no lo hizo, y puedas escribir el capitulo final y comenzar el nuevo, el del camino a la felicidad cristi

LILIÁN dijo...

Has logrado sorprenderme,cautivarme y convertirme...en tu nueva seguidora.